“Las tardes que serán y las que han sido son una sola, inconcebiblemente. Son un claro cristal, solo y doliente, inaccesible al tiempo y a su olvido.” “La tarde” - Los Conjurados Jorge Luis Borges Sofía Podía seguir por Rodney pero doblé en Concepción Arenal para atravesar el parque. El sol estaba tibio para Julio y como era sábado, planeaba disfrutar de su lenta extinción. Al principio no le presté atención: era una chica más, sentada prolijamente junto a su bicicleta. A medida que me acercaba advertí que estaba mateando pero fue cuando sacó un cuadernito de su mochila que me lo empecé a tomar en serio. Prendí un cigarrillo y haciéndome el distraído miré hacia la feria como buscando un puesto que se me extravió. Ella estaba muy concentrada en sus anotaciones e íntimamente pensé que no había mejor (peor) situación para interrumpirla, acaso para que amablemente me expulse de su espacio no sin antes saber qué estaba escribiendo y por qué. Con paso firme pero
Parque Centenario Se tapaba los oídos con ambas manos y exhalaba vocales usando su cuerpo como caja de resonancia. Tuve la sensación de que estaba practicando un mantra o uno de esos cantos irrepetibles que se usan para meditar. El tipo estaba a mi derecha a unos pocos pasos y a pesar de mi corta distancia no advertí que a su lado tenía una guitarra. La noche ya abrazaba todo el parque y aunque iluminado, la penumbra difuminaba los cuerpos. Entregarse a la contemplación desinteresada es un ejercicio que tengo muy afilado pero por algún motivo fui cediendo toda mi atención al rincón del cantor, a quien apenas divisaba. Lo miré de reojo y en diagonal casi como un fisgón pero era porque no quería invadir su espacio energético o peor: causarle esa impresión. Fue entonces cuando el tipo tomó su instrumento y esas vocales se hicieron notas y ese mantra una canción. Mientras lo escuchaba reflexioné sobre una paradoja que entendí o creí entender: la observación se d