“Las tardes que serán y las que han sido
son una sola, inconcebiblemente.
Son un claro cristal, solo y doliente,
inaccesible al tiempo y a su olvido.”
“La tarde” - Los Conjurados
Jorge Luis Borges
Sofía
Podía seguir por Rodney pero doblé en Concepción Arenal para atravesar el parque. El sol estaba tibio para Julio y como era sábado, planeaba disfrutar de su lenta extinción.
Al principio no le presté atención: era una chica más, sentada prolijamente junto a su bicicleta. A medida que me acercaba advertí que estaba mateando pero fue cuando sacó un cuadernito de su mochila que me lo empecé a tomar en serio.
Prendí un cigarrillo y haciéndome el distraído miré hacia la feria como buscando un puesto que se me extravió. Ella estaba muy concentrada en sus anotaciones e íntimamente pensé que no había mejor (peor) situación para interrumpirla, acaso para que amablemente me expulse de su espacio no sin antes saber qué estaba escribiendo y por qué.
Con paso firme pero distante me acerqué en silencio. Me sintió, me miró con desdén y volvió al cuadernito. Seguidamente le dije: ¿Poesía?. “No”, respondió e hizo una pausa que me pareció interminable pero no incómoda. “Arquitectura: estoy haciendo la tesis”.
De la inmensa cantidad de cosas que me despiertan fascinación o curiosidad, el diseño y las formas de los objetos no ocupan ni siquiera un estante, un renglón, un asterisco.
Con brutal honestidad y acaso también como discurso de despedida, se lo conté.
Ella sonrió y me dijo: “¿Querés que te cuente un cuentito?”.
-Te mato-, pensé.
Sí por favor, solté. Y me senté entre ella y la bicicleta.
“Eso que ves enfrente es el Barrio Parque Los Andes: es un complejo de doce edificios rodeados de parques y jardines internos. Sus construcciones, de planta baja y tres pisos, están terminadas con techos de tejas coloniales, a dos aguas. Tiene escaleras de mármol y en los departamentos las puertas están hechas con madera maciza de roble, los pisos de las habitaciones con pinotea y las baldosas y los herrajes fueron traídos de Francia.”
Intentando atender tan encendido discurso, en simultáneo yo estaba decididamente entregado a la contemplación: la nariz aguileña, los lunares, las manos inquietas, el olor de la piel.
“Son un ejemplo de arquitectura urbana porque el arquitecto diseñó el complejo de tal forma que cada cuerpo, con forma de “T” o de “L”, no produce conos de sombra sobre el edificio vecino, para aprovechar mejor la luz natural”.
Me encanta, pensé. Y lo pensé tan fuerte que sentí miedo de haberlo dicho en voz alta.
“El arquitecto que las inauguró en 1928 (ese año nació el Che, pensé) era militante socialista y no sólo estuvo preso por sus ideas, sino que hasta fue expulsado de la Sociedad Central de Arquitectos. Se murió creo que en 1979” (cuando nací, pensé y sonreí).
Hermoso cuentito, dije. Lo más cercano que estuve a tu relato fue con Las Ciudades Invisibles de Calvino, agregué desesperado, intentando manotear identificación. Inmediatamente después se incorporó, guardó sus cosas y extendiéndome la mano me dijo: “Acompañame a la feria. Estoy buscando un libro de poesía de Cecilia Pavón que no puedo conseguir. Me hice amiga de un viejito que vende libros usados y me dijo que me lo quiere regalar”.
Tengo que irme, le dije y era cierto. Me esperaba el Negro Martínez en Barcelona, justo en la esquina de Córdoba y Ravignani, para contarme algo importante. Y nunca nos faltamos con el Negro. Le di un beso infernal, adulto, desubicado.
“Me llamo Sofía; mañana vuelvo”, me dijo.
Yo también voy a venir Sofía, contesté.
“Vení a la tarde” y pedaleó.
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