Parque Centenario
Se tapaba los oídos con ambas manos y exhalaba vocales usando su cuerpo como caja de resonancia. Tuve la sensación de que estaba practicando un mantra o uno de esos cantos irrepetibles que se usan para meditar. El tipo estaba a mi derecha a unos pocos pasos y a pesar de mi corta distancia no advertí que a su lado tenía una guitarra.
La noche ya abrazaba todo el parque y aunque iluminado, la penumbra difuminaba los cuerpos. Entregarse a la contemplación desinteresada es un ejercicio que tengo muy afilado pero por algún motivo fui cediendo toda mi atención al rincón del cantor, a quien apenas divisaba.
Lo miré de reojo y en diagonal casi como un fisgón pero era porque no quería invadir su espacio energético o peor: causarle esa impresión. Fue entonces cuando el tipo tomó su instrumento y esas vocales se hicieron notas y ese mantra una canción.
Mientras lo escuchaba reflexioné sobre una paradoja que entendí o creí entender: la observación se desplaza en la quietud pero es una operación intelectual que sacude la imaginación.
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