Línea B
Subí apurada en Dorrego. No tenía prisa pero me subí atropellando porque me pone muy nerviosa la gente que anda despacito, me provocan ganas de empujarla o ponerles la traba, me estorban; esto es Buenos Aires genio, andá a caminar a Parque Centenario. Y tampoco.
Me cuestiono la ansiedad y la falta de modales pero también me justifico la geografía y la hora pico. No soy mala, soy urbana. Me divierte ser consciente de estas contiendas intelectuales que me atraviesan, que me surcan como flechas. Evoqué entonces un poema de Girondo, estoy segura que de “Espantapájaros”, que empieza algo así como “Yo no tengo una personalidad; yo soy un cocktail, una manifestación de personalidades...”.
Mientras reparaba en esos versos y súbitamente, un perfume se apoderó de todas mis sensaciones; tengo la ridícula habilidad de dejarme llevar por una fragancia compartiendo un vagón con más de 80 personas. El pibe estaba sentado abajo a mi izquierda y no sólo olía a Be de Calvin Klein; con asombro y recorriendo sus brazos, descubrí que sus manos sostenían un ejemplar de “Espantapájaros” de Oliverio Girondo. Me sonreí observándolo leer. Y al hacerlo, él levantó la vista y me sonrió también.
Malabia, Ángel Gallardo, Medrano. No podía dejar de mirarle las manos: fuertes, venosas, llenas de lunares. Tenía algo de barba y se exhibía todo despeinado pero sin querer, definitivamente sin pretensiones. Lenta y gradualmente me fui acercando, tanto que casi podía sentir el roce de sus dedos en mis rodillas.
Pasteur, Callao, Uruguay. Se liberó un asiento a su lado y cuando me adelanté para sentarme él se levantó y me dijo algo al oído. Me saqué el auricular para preguntarle: “¿qué?” mientras ya no percibía su perfume sino que olí toda su piel, lo sentí. Quedé atontada, me nublé. Me iba a sentar y él se paró, me dijo algo y no sé qué. Era Carlos Pellegrini y lo vi arrimarse a la puerta; lo perseguí desfachatada, con arritmia feroz. Las puertas se abrieron y él ya estaba afuera y yo no le dije, le grité: ¿qué me dijiste?. Se detuvo, se dio vuelta y las puertas se cerraron; luego se acercó apoyando una mano en la ventana. Sin dejar de mirarme abrió la boca y la formación y el bullicio lo arrancaron de mi vista y desaparecí en la oscuridad de esos estúpidos túneles.
Volví al lugar al que nunca me senté, derrotada. Y humillada, si acaso me importaran los pasajeros que susurraban a mi alrededor. Una mujer a mi derecha se inclinó levemente hacia mí y me suspiró como en secreto: “dijo que todos los días es así, que no te puede dejar de sonreír”.
La abracé.
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