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Paula



Paula


Ella tenía pecas.

Si uno pudiese deconstruir las imágenes que sobrevienen cuando pensamos en alguien, empezaría con esa. No por sus bucles, no por su nariz perfecta, sus dedos flexibles o su culo inquieto. Me gustaba pensar que sus pecas podían torcer el destino de un hombre.

Paula me encantaba. Lo primero que hice cuando la conocí fue invitarla a tomar un helado. Lo hice sabiendo que nadie puede rechazar una invitación tan inofensiva, acaso porque es una cita sin desnudez pero llena de fantasía.

Nunca me gustaron las grandes cadenas así que fuimos a Scannapieco en Dorrego y Álvarez Thomas, justo frente al Mercado de Pulgas. No tenía ningún plan en mis manos pero sí una sola certeza: el Dulce de Leche Astor viene con granos de café bañados con chocolate. Tímidamente la persuadí para que lo elija; ella además pidió menta granizada (la amé secretamente por eso).

A veces ni íbamos a tomar helado; sólo nos gustaba pasar por ahí porque sentíamos la gravitación de ese primer encuentro como una especie de magia, y porque de alguna manera ese espacio ya era nuestro. Nos sonreíamos con especial énfasis por eso de “nuestro”: nosotros no éramos de esos.

Andábamos en bici hasta la medianoche. Por Godoy Cruz íbamos hasta Santa Fe, luego Bullrich hasta Libertador y de ahí hasta al Bajo. Paula cantaba todo el camino y tenía una voz muy dulce para sus borcegos y su musculosa de Ramones; todo en ella estaba envuelto en un halo de singularidad que a mí definitivamente no sólo me provocaba, también me daba mucha curiosidad.
Volvíamos por Loyola para ver los bares de Villa Crespo, esos de tazón de café con leche y campana con alfajores de maicena. Elegíamos uno al azar, nos fumábamos un faso y compartíamos las desventuras más embarazosas; reírnos de nosotros mismos nos resultaba muy honesto y había mucha ternura en esos relatos obscenos.

Era diciembre y hacía tiempo que no nos veíamos.
No había razones para explorar, justificaciones que pueblen una carta o que susciten un mensaje precipitado; simplemente pasó. Pocos días antes de Año Nuevo me enteré que estaba viviendo en Brasil en un pueblito cerca del Amazonas que no tenía mucha comunicación.
Me sonreí pensándola; extrañar es para tibios, nos gustaba decir.

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