Fitz Roy
La casa estaba vacía y el silencio era estimulante. Gradualmente fui proyectando imágenes que poblaron mi imaginación, como en un libro nuevo o un lienzo en blanco, pero no eran más que puras especulaciones. Pensé en un primer beso de esos que construyen historias y lo creí más apropiado, me gustó eso de pensar la casa como una mujer y tener el deber de descubrirla con delicadeza.
Estaba solo y reconociéndome ahí adentro. Había bajado del 140 en Córdoba y Fitz Roy; apenas unos metros después Villa Crespo se exhibía en todo su esplendor de graffitis y talleres de autos. Escuché el San Martín y la barrera de Juan B. Justo y sonreí con aprobación; siempre me gustaron los trenes.
El departamento era viejo y de techos altísimos pero muy bien conservado. Lo examiné con entusiasmo y lo recorrí breve pero intensamente. No había muebles.
El espacio vacío y mi imaginación empezaron a congeniar y tuve un momento de desorientación, como cuando miramos a contraluz.
No tenía ningún objeto a mí alrededor y seguramente pensé que esas eran, entonces, las mejores circunstancias. Porque era otoño y estaba fresco, empecé a desprender pedacitos de concreto y me envolví con toda la pared de mi futuro living, como con una de esas frazadas que se apilan en los placares porque a todo el mundo les pica; luego comencé a hundir los pies en el parquet que era de un barro manso, un barro húmedo de baldío recién llovido y podía oler la tormenta. Me asomé ligeramente a la ventana para ver el sol pero apenas estiré los brazos mis manos volvieron con los balcones, los tenders y la ropa de los vecinos. Alarmado y sin pensarlo demasiado me fui corriendo hasta Castillo pero me llevé puesta la casa conmigo.
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